Miércoles 22.7.2020
/Última actualización 17:13
Este jueves a las 22, por Cine.ar TV (con repetición el sábado a la misma hora) se estrena “Yo, adolescente”, película de Lucas Santa Ana basada en la novela de Zabo (Nicolás Zamorano), publicada el año pasado. Cuenta con los protagónicos de Renato Quattordio, Malena Narvay, Thomas Lepera y Jerónimo Giocondo Bosia. A partir del viernes 24 y hasta el viernes 31, estará diponible en forma gratuita en la plataforma Cine.ar Play. Antes y después del estreno, habrá actividades en las redes sociales del filme.
El libro parte de experiencias de su autor: tras la tragedia de Cromañón, y aquejado por el reciente suicidio de su mejor amigo, entre recitales y bandas, fiestas ilegales en un galpón abandonado y la escuela secundaria, Zabo va descargando todo un año en la vida atormentada en su blog, “Yo, adolescente”.
El Litoral conversó con el escritor para adentrarse en un universo de identidades sexuales y musicales con el sello indeleble de una época.
—¿Cómo surgió este proyecto por partida doble? Porque salió la película antes del libro.
—“Yo, adolescente” estuvo dando vueltas durante 15 años, primero por Fotolog en 2005, después en un blog, donde ya tenía una forma de novela. Pero nunca se había editado porque yo tenía esta cosa medio punkie de “ah, las multinacionales”, esas cosas que hacen que la gente no sea editada de chica.
En 2017 viene Lucas a pedirme el blog; lo conozco hace muchos años y le di un Word con todos los subtítulos pegados. No me dijo para qué era, supuse que era para una peli o una serie. Me dijo “Acá hay una historia para contar”, charlamos entre mates y le di el permiso de todo: “No quiero involucrarme con la adaptación, me va a costar saber qué sacar y qué poner; cerrá vos la historia y después vamos puliendo entre los dos”.
Armó esa historia, estuvo buena porque fusionó personajes: cuando yo tenía 16 nombraba 20 personajes por capítulo, quería nombrar a todos. Iba a terminar siendo “Los miserables”, el elenco coral que iba a terminar siendo (risas). Cambió unas cositas de orden que mejoraban la historia. Compré tanto, que el libro terminó siendo la adaptación de la adaptación: por eso juegan en un tándem muy bueno, libro y película. Cada uno te da cosas distintas: en la peli quedó más la salud mental y los vínculos, y en el libro el retrato de época y la cuestión más social.
En 2018 aprobaron la película, en 2019 hicimos el casting y filmamos, se hizo todo muy rápido. Cuando terminamos acomodé el manuscrito y se lo llevé a Planeta; quería sacar el libro para apoyar el lanzamiento de la película. Fueron muy amables, teniendo en cuenta que hace diez años fueron a buscarme para sacarlo y los ghostié (risas). Fui a buscar a la misma editora que me había llamado esa vez (Teo Scoufalos), no sabía que seguía en Planeta. Conseguí su número, le dije “va a pasar todo esto, por una cuestión de lealtad lo tengo que hablar con vos”. Justo tenía una reunión en 15 minutos y me dijo: “Tenés cinco minutos para contarme todo el proyecto y ahora lo vendo”. Estuve cuatro horas esperando que termine esa reunión. No sabía qué importante era sacar un libro, hasta que me di cuenta de que le iba a poder poner una dedicatoria en la primera página a mis viejos, a mis amigos, en el cierre de un viaje bastante loco, demencial y hermoso. Ahora llega la penúltima etapa, con el estreno en Cine.ar.
—¿Cómo es ese diálogo entre el que uno es hoy y el que fue a los 16 años?
—Me llevo bastante bien, porque no me queda otra: lo que hice con “Yo, adolescente” fue marcarme una hoja de ruta y la hice pública. Algo muy lindo que que toda la gente de esa época creció conmigo, siguieron ahí en todas las otras cosas que hice; como que ellos me marcan el camino y me recuerdan: “Acordate lo que dijiste acá de lo que pensás de tal cosa”. Tengo como una palito al que me ataron para crecer derecho, que en principio me lo hice yo. Tenía muchas aspiraciones de ser el el adulto que sentía que me faltaba alrededor, por esa cuestión de desprecio con la adolescencia a los pibes, las pibas y les pibxs, como si fueran prototipos de personas y no como personas que están ahí siendo.
Creo que ahora tengo una pulsión de muerte recontra romántica, y en ese momento era ir a morir en cada cosa. Lo único bueno que me dieron los años fue ser consciente: “Esto es peligroso. ¿Lo quiero hacer? Lo hago”.
—Te emocionaste en un streaming leyendo el manifiesto de “Yo, adolescente”. ¿Qué te movilizó?
—Algo que estuve analizando con amigues todo el fin de semana es que el manifiesto no es una presentación al mundo, es una despedida. Algo que me quiebra es cuando digo: “Arrancó la cuenta regresiva”. ¿La de cumplir 17 o la de otra cosa? “Me doy la oportunidad de que si este año no se pone bueno ya está”. Arrastraba una depresión casi infantil, es como que nací nostálgico, y se fue acentuando en la adolescencia por cosas que pasaron. De golpe perder espacios tan importantes para mí como las fiestas, los recitales, los espacios de comunión que sentía mi lugar en el mundo, detonaron cosas que en ese momento no entendía. Hoy me parece re heavy. Por suerte lo estaba haciendo con un amigo, el poeta Tomás Litta, que también es un bebé que vi crecer, me encantó ser parte de su crecimiento: hoy es un poeta increíble.
Lo subí porque tenía que subir el manifiesto en algún momento, y esa es una forma única, aunque me parezca bochornoso largarme a llorar, pero hay una honestidad intelectual.
—Sí, y no hay tantas cosas auténticas. Si surge un momento hay que compartirlo.
—Generalmente la adolescencia se piensa como un territorio transhistórico: los descubrimientos, las angustias. ¿Qué cosas pensás que cambiaron de aquel tiempo a hoy?
—Hoy pueden disfrutar con mayor diversidad lo que puedan ser de adultos. La sobreinformación hace que veas que hay un horizonte; gente que es como vos en las publicidades, con estilos de vida alternativos, más opciones que las que están a tu alrededor. Que la salud mental de a poco deje de ser tabú: que es normal ir al psicólogo, al psiquiatra, un tratamiento de medicación similar al del acné: una cuestión de salud. Siguen un montón de estigmas, seguro.
Después está la cuestión de la identidad de género y sexual: no se puede frenar, porque son más chiques los que están a cargo de cambiar el mundo. Que manejen con tanta simpleza esto de “a mí me gustan las personas, no qué tienen abajo del pantalón” es hermoso. Después estamos los que nos sentamos a teorizan en nuestros bares de Villa Crespo, acá en Porteñolandia: “El género es una construcción”, y todo lo que tenemos para decir. Viene tu hijo de seis años y dice: “Sí, a mí me puede gustar un chico o una chica”. Les va a tocar un mundo mucho más simple, con familias hermosas. Con más posibilidades en los centros urbanos que en lugares donde tardan más en llegar los cambios radicales. Pero van a tener un futuro más luminoso, con infancias más saludables y adolescencias donde no tengan que convertirse en sus propios adultos.
—En la película hay cosas más identificables con los adolescentes de ahora que con los de aquel tiempo, pero en los diálogos sí hay binarismos. Hay una tensión.
—Creo que es algo que dependía de tu grupo de amigues. Yo iba al colegio y era 1983, y después iba con mi grupo de amigues con quienes íbamos a ver a Miranda! y Adicta y era 2020. Ese pasaje creo que está dado ahí con la reducción de la película, se entiende más en el libro: yo era amigo de toda esta gente y ahora no me dan pelota porque soy menor de edad, a donde me quieran llevar no puedo entrar y no se van a quedar afuera por mí. Entonces me tengo que involucrar con otra gente, donde todo era más viejo, más infantil. Lo pienso ahora, por primera vez.
El otro día hicimos un posteo por el décimo aniversario del matrimonio igualitario. Le tiré a Lucas: “Escribí como si tuvieras 16 años, qué pensás de vos y de lo que va a a ser tu vida siendo trolo”. Yo hice lo mismo, y le pedí a Walter (Rodríguez Pez), que es más chico, que lo hiciera lo mismo, para que quedara un rango de 40-30-20. Lucas estaba cagado en las patas, yo estaba enojado y Walter era esperanzador.
Lo que hace la peli te pone en perspectiva. A mí me pasa: “Lo tienen tan fácil”, y es una profunda envidia. El otro día vi la película “Love, Simon”: “Ah, es un chabón que descubre que es trolo en el colegio”. Estaba todo el tiempo esperando: “¿Dónde está el momento de mierda?”. Es una película de y para centennials, el momento de mierda se lo crea él, cuando están listos para abrazarlo.
A eso apuntamos con la peli: hay otras formas de vivir la sexualidad, las dudas, y esas cosas. Porque también lo que nos pasa de chiques a las disidencias es que al cine le encanta mostrar el lado triste, el lado duro, “vas a tener una vida de mierda”. Y termina siéndolo porque el mundo no está listo. pero podés tener una vida rica, mandar al mundo a freír churros.
No queríamos un drama donde la sexualidad sea un bardo, sino que “le dé paja” ser trolo, que es lo que me pasó a mí: el “comunicado de prensa”, ubicar a gente cada dos minutos, tener que ser mi propio adulto, preparar a mis padres. Eso me hacía estar enojado todo el tiempo. Estoy enojado todo el tiempo (risas), pero al mismo tiempo tengo una vida re piola, y tengo que mostrarla: cada vez que aparezco en los medios me hago cargo de usarme para visibilizar otra forma que la que tienen los medios, el cine y las series para hablar de nosotros.
—Cuando uno escribe o filma busca una épica, que por ahí tiene que ver con el sufrimiento.
—O cree que es más creativo cuando la está pasando mal.
—En estas diferencias de época, la presencia de las marcas musicales (lo que se canta, la remera) quizás hoy no es tan determinante en la vida de los adolescentes como entonces.
—Me preguntaron en otra nota si pensaba que la música emocionalmente tenía la misma conexión hace 15 años que ahora. Creo que en ese momento era con la obra, recién accedíamos a la biblioteca del mundo, porque los mp3 era de hacía un par de años, estábamos saliendo del Discman. Estaba la cuestión de emborracharte de esa biblioteca.
Ahora lo que pasa es que la conexión emocional es con los artistas: sabés más de su vida, y a ellos les “sucede” una obra. Por eso también la cultura de la cancelación: esta persona con la que tenés conexión emocional no te puede escuchar.
Ese es uno de los mambos de la época, lo podés trasladar a todo, a la política, toda esa cuestión del personalismo, todo lo que depositás ahí, la defraudación es muy grande. Generalmente se habla de la romantización para hablar del kirchnerismo, pero la romantización del otro lado también: mirá lo que pasa cuando la derecha sale a hablar de derechos humanos, y le contestan “eh, pero vos habías dicho que los derechos humanos eran una mierda”. Es una defraudación constante en la que vivimos por haber depositado toda nuestra emocionalidad en personas en vez de lo que hacen.
Eso hace que también haya cambiado el sistema de consumo: no necesitás construir a los artistas desde su obra, sino desde su personalidad, y después lo que va sacando.
—La película arranca con Cromañón como una referencia epocal fuerte. ¿Pensás que fue el corte entre unos 90 tardíos y la entrada de golpe al nuevo siglo?
—Sí. Hubo demasiados cambios que merecen ser analizados. Veníamos de una crisis económica muy grave, no había un puto dólar para traer artistas de afuera, entonces durante esos años se invirtió todo en la industria local: había un mainstream de artistas locales gigante. Todos los fines de semana había shows en el Luna Park, en el Club Ciudad, de entre 10.000 y 25.000 personas, que movían Catupecu Machu, Babasónicos, Árbol, Los Tipitos, Attaque, la Bersuit.
Después llegó Cromañón, tambaleó todo el sistema, dejó un mainstream y mató un under. El semillero se quedó atrás, no hubo un crecimiento de artistas de esa manera. Fue un cambio cultural grande: lo que pasó con las fiestas, los boliches, quedaron sólo los grandes. Aparecieron un montón de cantautores, porque era más fácil subir solo con una guitarrita, y había más bares y pubs que capaz podían ponerlos, pero no una banda. Después el crecimiento económico trajo los dólares que empezaron a invertirse en artistas de afuera.
No lo había pensado así, de los 90 tardíos y el inicio, como que lo que nos pasó en el 2001 retrasó un poco todo. El 24 de marzo de 2005 fue lo de los cuadros de Néstor (Kirchner), también ahí arranca esta conexión con la política.
—¿Charlaste algo con Renato Quattordio, para tirarle alguna pauta?
—No. Incluso no les dimos de leer la novela antes de que graben: queríamos que del guión saquen algo y lo hagan a su manera. Hay tanta data de los personajes en la novela que después no quedó en la película, que no queríamos que se impregne su interpretación y no se entienda: “A este personaje lo veo re oscuro, pero en todas las partes de la película es re luminoso”. Y también porque no es una biopic: el personaje se llama Zabo, lo escribí en primera persona, pero no narra linealmente mi vida, no es un diario íntimo. Son mis textos autorreferenciales acomodados para que funcionen como novela. Me hubiera encantado tener la vida tan a las chapas y ser tan interesante. Pero es una versión del superyo. Es mucho más capo de lo que era.
—La versión mejorada de uno mismo.
—Claro: te pulís, te sacás lo malo, te explotás lo bueno, te ponés lo que no sos pero querés ser. Por eso también digo que es una hoja de ruta: tengo que ser así ahora, porque dije que Zabo es esto, y yo soy Zabo: qué quilombo que hice.
Él también se quedó con el papel porque no había otro Zabo: somos muy parecidos en muchos sentidos, entonces le queda perfecto. Cuando lo hizo fue “ya está, cancelemos la otra búsqueda” (según lo que me cuenta Lucas).
—¿Podrías a esta edad y en este momento llevar una crónica del presente o sentís que hay que dejar asentar las experiencias para escribirlas?
—Es algo que estoy debatiendo en función a lo próximo que voy a sacar: la primera o la tercera persona, poner tanto el cuerpo. Yo sé lo que significa exponer la intimidad, por más que llegue a buen puerto hubo un camino en el medio de “por qué hice esto”. Lo que perdí, lo que gané.
También creo que la primera persona tiene a favor hablar con un extraño; entonces podés decir cualquier cosa, porque no te importa que te escuche ese extraño, que te juzgue, sino hacer catarsis. La persona que está del otro lado es un ente, no es mamá, papá, mi mejor amigo, mi mejor amiga: no le estoy hablando a nadie en particular. Es otro nivel de compromiso. Desde la primera persona es una muy buena forma de acercarte a la escritura, o a conocerte: no hay reglas, no sabés qué va a pasar.