Lunes 17.1.2022
/Última actualización 22:00
El español Germán Orizaola estudia las distintas especies que habitan en la zona de exclusión de Chernóbil desde 2016. Sus investigaciones indican que la vida natural se ha adaptado a los niveles de radiación y ha prosperado. La ausencia del ser humano ha convertido una de las áreas más contaminadas del planeta en un paraíso para los animales.
El 26 de abril de 1986, llamas y humo brotaron de los techos de la central nuclear Vladímir Ilich Lenin, ubicada al norte de Ucrania, la antigua Unión Soviética. El reactor 4 acababa de explotar. Los niveles de radiación se dispararon en la región y las autoridades procedieron a la evacuación de más de 100.000 personas. Soñaban con regresar, mientras abandonaban su hogar a bordo de un autobús. Sin embargo, su vida pasada quedó enterrada bajo las consecuencias de una de las mayores catástrofes medioambientales de la historia. La ciudad de Prípiat, donde vivían los trabajadores de la instalación, fue víctima de la despoblación. 35 años después sigue deshabitada.
El paso de los años ha descorchado los edificios de la urbe soviética. La humedad y el óxido han teñido las paredes de Prípiat, fantasma de otra época. A su vez, los árboles han cubierto sus calles. El vasto bosque ha penetrado en la ciudad desde las afueras. Una gran masa verde cubre el área de exclusión de Chernóbil, cifrada en 4.700 kilómetros cuadrados. La zona más afectada por la radiación expulsada tras el accidente nuclear se intuye muda. Al menos, así se imagina.
Germán Orizaola se topó con una realidad muy distinta cuando llegó por primera vez a Chernóbil en 2016. El biólogo de la Universidad de Oviedo arribó a la ciudad ucraniana el 9 de mayo, en plenas celebraciones del recordatorio del fin de la Segunda Guerra Mundial. "Era como un equivalente a nuestro Día de Todos los Santos. Una fila enorme de coches entraba dentro de la zona de exclusión. Es un día de puertas abiertas para que la gente pueda visitar los cementerios que se hayan en su anterior. Era una auténtica romería", rememora el científico.
Orizaola fue testigo de la verdadera cara del área de exclusión. "La gente espera un sitio cerrado y sin personas. Pero, no es así", afirma. La antigua ciudad de Chernóbil es hogar de centenares de personas. Cuenta con bares y hoteles, dedicados al turismo de catástrofes, uno de los motores económicos de la zona. En Prípiat no vive nadie. Sin embargo, los visitantes no dejan de llegar para conocer qué sucedió allí. "Es un estilo Auschwitz. La gente es respetuosa con el lugar, solo busca aprender", continúa.
Pero, sus intenciones en el lugar no estaban en la vida humana tras el accidente. Su objetivo se hallaba en los bosques, praderas y estanques que conforman la zona de exclusión. En estos se adentró hace seis años junto a un amplio grupo de científicos bajo el marco de un proyecto europeo para estudiar la situación de los anfibios en Chernóbil. Desde entonces, cada primavera volvía a Ucrania para avanzar en sus investigaciones sobre la fauna autóctona. Tan solo en 2020 y 2021 no acudió a su cita en Europa del Este. La causa fue la pandemia.
Orizaola acostumbra a pasar dos o tres semanas sobre campo. Él es el director del único equipo español que labora en la zona de exclusión de Chernóbil y uno de los pocos internacionales. Se centran en el área de la zoología, por lo que su objetivo son las distintas especies que pueblan la zona. A bordo de todoterrenos recorren los caminos en búsqueda de muestras de tejido, excrementos, pelo o sangre. A veces a la luz del sol, otras bajo la mirada de la luna. "Con los anfibios trabajamos por la noche", aclara el investigador.
El material orgánico recolectado es llevado al laboratorio de campo ubicado en una casa perteneciente al centro Chernóbil de Investigaciones en Radioecología. Allí, se analizan y se clasifican. Algunas se introducen en tubos para ser transportadas más allá de los límites de la zona de exclusión. Eso sí, tienen que ser de pequeño tamaño. En estas, no se observa prácticamente radiación. Tampoco en las de mayor envergadura.
"Hay que pensar que la radiación desaparece del sistema. Los compuestos radiactivos son inestables y se van degradando con el paso del tiempo. 35 años después estos compuestos han desaparecido y actualmente también el 80%-90% de la radiación en la zona emitida en el momento del accidente. Es cierto que todavía hay niveles altos en zonas como el bosque rojo, pero en la mayor parte de la zona de exclusión no hay una gran diferencia con los que encontramos en nuestro día a día. Al final, la contaminación resultante del accidente no fue tan grave como se predijo", explica Orizaola.
Los expertos buscan saber cómo los animales son capaces de responder a enfermedades, si tienen tumores, cambios genéticos o comunidades de bacterias que pueden tener asociadas a estos. En el caso de los anfibios no encuentran ninguna alteración fisiológica o de respuesta inmunitaria. Eso sí, las ranas de Chernóbil presentan un color de piel distinto a las de fuera. Cambian el tradicional verde por tonalidades mucho más oscuras, cercanas al gris y el negro. "Es uno de los resultados más interesantes. Se trata de un proceso de adaptación al entorno. Los colores oscuros protegen mejor de la radiación", apunta el experto, efecto que también se podría ver en algunas aves u hongos.
El investigador destaca que los anfibios se han multiplicado de manera sorprendente. La radiación no ha supuesto una disminución de las comunidades de animales de la región. A nivel individual, algunos insectos parecen vivir menos en las zonas más contaminadas o existen aves con un sistema inmune más débil. Pero, se trata de casos puntuales. La fauna ha avanzado como muestran las cámaras de fototrampeo del proyecto TREE.
"Siempre queda esa idea de que Chernóbil es un desierto para la vida o está lleno de animales mutantes. Es todo lo contrario. Viven una cantidad enorme de especies amenazadas. La mayor población de lobos de Europa está allí. Además, es refugio para el bisonte europeo, el caballo de Przewalski, el lince, el alce, el castor o las aves. Incluso, el oso pardo ha vuelto a la zona", remarca Orizaola.
La ausencia del ser humano ha permitido que la fauna conquiste el lugar. "Cuando se deja espacio y tranquilidad a los animales, estos se recuperan. Incluidas las especies que tan siquiera existían", puntualiza el biólogo. Es el caso del caballo de Przewalski, su próximo objeto de estudio. Un mamífero extinguido de la naturaleza y que se recuperó a base de 12 individuos en cautividad. De los 2000 que hay en el mundo, cerca de 200 viven en Chernóbil. "En 1998, se soltaron una treintena de ejemplares en la zona. Constituye uno de los principales grupos de este caballo en libertad, porque la mayoría vive en cautiverio, excepto en algunas zonas de China y Mongolia", relata. En 24 años, su población se ha multiplicado por seis.
Orizaola quiere descubrir la diversidad genética de su población y si aparecen mutaciones respecto a otras comunidades de la misma especie. Se pregunta cómo un ser que no estaba allí antes del accidente nuclear se pudo adaptar a los niveles de radiación existentes en la zona al ser reintroducido. "Son un claro ejemplo de que la situación no es tan mala en Chernóbil", responde el biólogo.
En 2016, el Gobierno de Ucrania declaró el área de exclusión en Reserva Radiológica de la Biosfera. Años antes, Bielorrusia ya lo había hecho en sus zonas contaminadas. Kilómetros cuadrados de territorio en los que los animales campan a sus anchas. Un oasis para la fauna en pleno continente europeo. "Chernóbil debería hacernos pensar en nuestras políticas de conservación. Este es un gran ejemplo de renaturalización y restauración ambiental de una zona con una intensa actividad humana. Como en 35 años con el cese de esa actividad se crea un refugio de importancia. Nos da pistas sobre que hay que hacer con nuestros parques y reservas para la protección de la naturaleza", sentencia Orizaola.
Los extensos bosques de la zona de exclusión están prohibidos para la residencia. Un accidente nuclear obligó a salir a las miles de personas que habitaban dichas regiones de Ucrania y Bielorrusia. Su recuerdo queda en las moles de hormigón todavía existentes en Prípiat. La radiación expulsó al ser humano. Pero, no a la fauna.