Los vecinos de Futaba, hasta hace poco un tranquilo pueblo a espaldas de la central nuclear de Fukushima, viven hoy refugiados en un estadio por culpa de la radiactividad, que les obligó a huir de sus casas sin fecha de regreso.
“Un día después del terremoto los altavoces empezaron a sonar. Eran las 7 de la mañana y decían que evacuáramos el pueblo. Recogimos sólo lo más importante pensando que iban a ser dos o tres días”, relata a Efe Hiromi Kikuchi, uno de los 2.136 refugiados que ocupan el estadio Saitama Arena, al norte de Tokio.
Han pasado once días desde que escapó de las alarmas nucleares y Kikuchi cada vez tiene menos claro cuándo podrá regresar a su casa, situada a poco más de dos kilómetros de la planta nuclear que mantiene en vilo al mundo.
“De todas formas, cuando vuelva no podré hacer nada. Yo cultivaba arroz y verduras y ya no podré venderlos”, dice con resignación este agricultor de 50 años, cuyas tierras, muy probablemente, quedarán en la zona cero de la tragedia nuclear de Fukushima.
Tras la primera explosión en la planta, el pasado día 12, la radiación en Futaba se disparó por encima del límite considerado seguro y, aunque luego descendió, el lugar quedó convertido en un silencioso pueblo fantasma, como comprobó Efe la semana pasada.
Por ahora la calma, el orden y la resignación reinan en el estadio Arena, donde cerca de un millar de voluntarios apilan cajas con alimentos, ropa o mantas, asisten a los ancianos y los niños, reparten periódicos u organizan los turnos para el baño.
Un anciano acude con una caja de cartón en los brazos a las mesas donde reparten comida: recoge unos plátanos, un bollo, un par de botellas de agua y se aleja con calma y una reverencia de agradecimiento a los voluntarios.
Los de mayor edad prefieren no hablar con los periodistas, mientras las madres se afanan en cuidar a los niños que corren o juegan por el pasillo de los vestuarios, reconvertido en una especie de plaza del pueblo.
A ambos lados las familias duermen en mantas sobre el suelo, con cartones que hacen las veces de pared para preservar un mínimo de intimidad y algunos utensilios esparcidos por el suelo.
En una esquina varios pequeños trastean con uno de los seis ordenadores con internet habilitados al lado de una mesa con una fila de teléfonos y un tablón de anuncios donde se cuelgan recados de familiares o conocidos.
“Llegaron muy cansados, ahora están mejor. Pero el espacio que tienen aquí es muy reducido, sirve solo para dormir”, dice a Efe Minoru Tanaka, encargado de Asuntos Sociales de la provincia de Saitama.
No todos los que se encuentran en Saitama vienen de Futaba: otros han llegado por sus medios desde pueblos situados un poco más allá del radio de evacuación, como Iwaki, por miedo a quedar olvidados.
“Nos fuimos porque no teníamos gas, ni gasolina, ni comida. Al principio dudamos, pero luego vimos que cada vez quedaba menos gente y decidimos marcharnos”, explica a Efe Yasuhiro Moue, dueño de una empresa de construcción que huyó de Iwaki con sus padres, su esposa y su hija adolescente.
Moue, de 38 años, cree que su pueblo tiene los días contados: “Las zonas del norte asoladas por el terremoto las reconstruirán, pero en la nuestra nadie quiere entrar por la radiactividad”, dice.
Los evacuados permanecerán en el estadio Arena hasta el día 31, cuando se trasladarán de modo indefinido a las instalaciones de un colegio vacío en el norte de Saitama.
Pese a que la radiación lo ha convertido en un pueblo nómada, Futaba ha tenido más suerte que otras localidades como Minamisanriku, totalmente asoladas por el devastador tsunami del día 11 que dejó más de 9.400 muertos y 14.600 desaparecidos en Japón.
Además, decenas de miles de evacuados siguen en condiciones precarias en áreas remotas del noreste de Japón, sin electricidad y con temperaturas que estos días caen a menudo bajo cero.
Fuente: EFE