Nos escribe Paulina (39 años, Bolívar): "¡Hola Luciano! Me animo a escribirte porque estuve el sábado pasado en la charla que hiciste aquí en mi ciudad y fue un placer escucharte. Si te escribo es porque quisiera preguntarte si podés desarrollar un poco más lo que planteaste sobre los límites en la infancia. Tengo un nene chiquito y es muy desgastante estarle atrás con indicaciones, ¿por qué cuesta tanto que un niño haga caso?".
Querida Paulina, muchísimas gracias por tu mensaje. Si no recuerdo mal, conversamos unos minutos sobre este tema cuando terminó el encuentro en Bolívar. Es mi gusto que te hayas animado a escribirme y traigas tu inquietud para compartirla con los lectores habituales de esta columna.
Si vamos a ser francos, voy a explicitar que yo mismo te invité a escribir al correo en que recibo las consultas, porque me llamó la atención tu sorpresa respecto de lo que propuse y caí en la cuenta de que era un tema que requería ser tratado de un modo más amplio. Así que aquí estamos y comienzo por agradecer, una vez más, tu confianza.
Querida Paulina, antes de dar mi respuesta, le cuento a los demás que en el intercambio que tuvimos ese sábado en Bolívar, me contaste que habías leído un montón de libros sobre el tema de los límites, en busca de una fórmula o receta que te orientara. Quisiera agregar que te dije que a veces todo ese material parece más bien de instrucciones: se dice cómo hablar, el tono de las intervenciones, el tipo de verbos que es preciso usar, en fin, lo que a mí me llama la atención es que se olvida la importancia del vínculo.
Desde mi punto de vista, la parentalidad es un tipo de vínculo y, como tal, en su interior le hace lugar a momentos de estructuración como de desorganización. En ese tipo de vínculo, a unos -los padres- les toca funcionar como referentes y a los otros -los hijos- les tocará la expresión de sus conflictos a través de la dependencia.
Esto a veces no ocurre con las mejores maneras. Por ejemplo, puede ser que el modo en que un hijo exprese su angustia sea a través de angustiar a los padres. De la misma manera, es posible que a partir de una reacción impulsiva un niño comunique un desengaño, porque el vínculo con sus padres es lo suficientemente fuerte como para contenerlo. Estos dos aspectos se pueden resumir en la intuición conocida por cualquiera de nosotros: que junto a sus padres los niños son más niños que en otros vínculos.
Afortunadamente, como también dije en aquella ocasión, el vínculo con los padres no es el único vínculo para un niño. Aunque suene fuerte, voy a enfatizar la idea: si este vínculo, por más importante que sea, tiende a ser exclusivo (y excluyente), el crecimiento del niño se verá afectado. De la misma forma que un hijo sobreadaptado no es un niño que haya crecido.
Por lo tanto, cuando nos preguntamos por la cuestión de los límites en la infancia, para mí la cuestión no es plantear cómo hacemos para ponerlos y desplegar un abanico de métodos para implementar. Parto de algo más básico, me pregunto mejor qué pasó en el vínculo entre padres e hijos, cuando estos no pueden aceptar a aquellos como sus referentes.
No soy proclive a la caracterización actual del niño indócil o tirano; creo que eso lleva a descargar demasiado la culpa en los hijos y borra la parte que nos toca a los padres, en tanto tenemos que ser garantía de una confiabilidad básica. Por esta vía es que por ejemplo un niño podrá expresar de manera regresiva (a través de un berrinche) alguna preocupación, sin que este incidente recaiga en el desborde.
Dicho de otra manera, antes que pensar los límites como limitaciones sobre los hijos, con el fin de que las acepten, la cuestión es considerar si el vínculo con los padres transmite la importancia de la autorregulación. Tener en cuenta esta disquisición puede ser útil para no recaer en un catálogo de conductas estigmatizadas: a veces los niños necesitan expresarse de manera desestructurada; no toda respuesta desorganizada es una falta de límites; si un vínculo es estable, podrá contener estas circunstancias sin mayores inconvenientes.
Ahora bien, ¿en qué consiste la autorregulación? Desde pequeños educamos a los niños para que puedan regularse a sí mismos. Por ejemplo, cuando les enseñamos a dormir. Porque un bebé no nace sabiendo dormir. Duerme, sí, pero con el tiempo quiere dormirse y necesita que alguien lo asista. Así, progresivamente irá adquiriendo el hábito de dormir. Introducir a los niños en hábitos es uno de los modos de la autorregulación.
Esta misma idea puede aplicarse a los más diversos contextos, en la medida en que los hábitos no se asumen sin reconocer tensiones y esfuerzos. La matriz del vínculo entre padres e hijos está dada por esos hábitos a partir de los cuales se les da un marco a las frustraciones que acompañan el crecimiento. Cuando un hijo no fue lo suficientemente introducido en los hábitos tempranos de la infancia (dormir, pero también comer, jugar, bañarse, etc.) tendrá una mayor inclinación a que la frustración se le presente como intolerable.
Por lo tanto, querida Paulina, como verás mi respuesta es que no se trata de estar detrás de los hijos. Porque cuando llegamos a esta instancia, mejor hacer una mirada retrospectiva y tratar de pensar dónde fue que el vínculo quedó interrumpido, como para que el peso de ese fracaso vincular recaiga sobre el hijo impotente.
Por último, antes que la idea de "hacer caso", que lleva a una noción disciplinaria, creo que la cuestión es cómo acompañar a los hijos para que sean obedientes. Etimológicamente, la palabra "obediencia" viene de escuchar; entonces, se trata de que el vínculo entre padres e hijos sea lo suficientemente fuerte como para que le haga lugar a la escucha.
No soy proclive a la caracterización actual del niño indócil o tirano; creo que eso lleva a descargar demasiado la culpa en los hijos y borra la parte que nos toca a los padres, en tanto tenemos que ser garantía de una confiabilidad básica. Por esta vía es que por ejemplo un niño podrá expresar de manera regresiva (a través de un berrinche) alguna preocupación, sin que este incidente recaiga en el desborde.