Yo, que presumía saber todo sobre el Ritz, ayer me di cuenta que no sabía nada. No bastó leer todo lo publicado, ni hablar largo y tendido con decenas de personas, algunas directas protagonistas, otras, ocasionales testigos.
19 – "Esplendor, misterio y ocaso del Edificio Plaza Ritz"
Yo, que presumía saber todo sobre el Ritz, ayer me di cuenta que no sabía nada. No bastó leer todo lo publicado, ni hablar largo y tendido con decenas de personas, algunas directas protagonistas, otras, ocasionales testigos.
Es posible que haya sido desmedido perturbar a mi familia llenando la casa de reliquias de todo tipo, vasos, fotos, documentos, manteles, maquetas. Por lo visto, tampoco fue útil pasar a diario por la puerta del edificio y detenerme a fotografiar detalles inadvertidos.
Me faltaba lo esencial, y ayer pude conseguirlo. Ayer caminé por el Ritz.
Alguien cercano pretendió consolarme diciendo que "esos son los gajes del oficio de escribir", imaginar escenarios y personas, conjeturar situaciones. Mas no dejo de percibirme como un poeta que escribió sobre el amor sin haber estado enamorado, o acaso, como un político que vive disertando sobre necesidades que nunca le tocó padecer. Un falso especialista, de alguna manera así me siento.
Ayer caminé por el Ritz desde abajo hasta arriba, metiéndome en todas las habitaciones, pisando cada peldaño, recorriendo pasillos, abriendo puertas y ventanas. Por más de una hora caminé por el edificio.
Y caminé con Wells, es que, en cierta forma, fue como jugar con la máquina del tiempo.
Hoy, en perspectiva, comienzo a notar algunas particularidades que tornan muy especial al Ritz. No hay modificaciones estructurales ni derrumbes desde que se inauguró en 1928. Muy poca gente transitó el edificio, especialmente los pisos superiores y, lo más impactante, es de los pocos casos en que una ruina, en perfecto estado, se encuentra en el medio de una gran ciudad, al paso de miles de personas que siempre lo han ignorado. Mágico contraste.
Ojalá me dé la prosa para ilustrar lo que ayer vi:
Ingreso por el portal de hierro; he ahí la escalera mecánica. Sobresale en medio del hall central. Tan prepotente como antinatural. Ella no puede ni quiere disimular que fue instalada para resaltar el contraste, lo viejo y lo nuevo. Un ramo de rosas en una tumba.
Alguien en los noventa decidió que había que privilegiar el marketing por sobre el estilo. Simbiosis arquitectónica tan de nuestro tiempo. Al margen de lo estético, sobrevive intacta, muy sucia por las palomas, pero congelada en el tiempo, tal cual se detuvo en el último de sus rutinarios recorridos.
La planta baja era lujosa, el mascarón de proa; pensada en tiempos del hotel para seducir al pasajero y cachetear el deseo del visitante ocasional. Fue inicialmente violentada cuando el BIR la cercó con mostradores, donde circulaba papel y dinero. Luego por el shopping, que la subdividió procazmente en once locales comerciales, y al fin por palomas y vándalos que rapiñaron y ensuciaron todo.
Pocos pasos al norte inicia su recorrido la otra escalera, la original, la de peldaños de mármol y barandas de diseño con pasamanos de roble; la eterna. Es la espina dorsal del edificio, comienza en planta baja y llega intacta al sexto piso. No dejo de imaginar los ilustres pasos que alguna vez la pisaron. Hoy sus huellas han sido cagadas por las palomas, metáfora cruel de nuestros tiempos.
En el segundo piso continúan los locales comerciales. Aún sobreviven grabados de marcas de lencería, prendas deportivas y nombres de comercios que alguna vez tuvieron el sueño corto de la venta segura. Mala experiencia el shopping Plaza Ritz.
Al fondo, hacia el este, se impone el gran ventanal con vidrios intactos que, pese a la turbiedad, llenan de claridad solar todo el piso. Este enorme tragaluz llega hasta el tercer piso. Su trabajada abertura curva bien puede observarse desde el exterior, calle 25 de Mayo, frente al Sirio Libanés.
El tercer piso mantiene rastros inconfundibles. Olores, texturas y colores impregnados. Allí funcionaba el patio de comidas, última planta ocupada por el shopping. Huellas de cocinas señaladas por surcos en pared de cañerías saqueadas, extractores desconectados con vestigios de grasa de hamburguesas, botellas de gaseosa y sillas plásticas rotas que publicitaban una marca de cerveza ya inexistente.
En este mismo lugar funcionó el comedor del hotel. Sobre el ventanal del este, un piano que alguna vez pretendió tocar cierto concertista inglés de fama internacional, amenizaba las cenas de huéspedes que optaban por la carta del Ritz.
En el cuarto y quinto piso la nostalgia se corta a cuchillo. Aquí nunca dejó de existir el hotel Ritz. Es que a este nivel no llegaron los del shopping, y los del banco a duras penas. Hay no menos de cuarenta habitaciones, todas con baño privado. Algún desprevenido, como yo hasta ayer, puede suponer que por ser piezas que se dejaron de utilizar a inicio de los setenta deben encontrarse destruidas. Pues no.
Algunas llevan la marca de haber sido usadas por okupas o aventureros del porro (definición plasmada en la pared), pero todas se ven en buen estado. Como esperando ser barridas y pintadas.
Las decenas de aberturas de madera, con estilo propio de 1928, en muchos casos están rotas, arrancadas, corroídas por la humedad y por la falta de mantenimiento, pero casi todas siguen en pie, honrando la chapita que contiene el número de cuarto, firme en medio del dintel.
Sorprende la distribución de los espacios, hay un hall central desde donde salen pasillos sobre los que brota cada habitación. Muchas ventanas se abren hacia el interior, asemejándose a los conventillos.
Las habitaciones especiales son las que dan al oeste, es decir, a San Martín. Por supuesto que ingreso y me detengo largo rato en la habitación 421, está impecable. Al abrir la ventana a la calle no puedo evitar imaginar cómo habrá sido la Santa Fe que encontraban los hospedados. Hoy solo fachadas linderas y gente que va.
El quinto piso jamás fue transitado, y las habitaciones aún cuentan con rastros de las camas y mobiliarios olvidados al cierre, en 1972. Así quedó, tal como se planificó e inauguró en 1928.
Y, al fin se llega al plato fuerte, el sexto piso. Maravilloso y conmovedor…
Al salir de la escalera me recibe un enorme salón, con pisos de parquet y vitrós en cada ventanal. Festejo sonriendo el ingreso al ámbito más distinguido de la arquitectura del Ritz.
Una ráfaga de viento que llega desde la terraza, al este, hace volar papeles amarillentos. Llega a mis pies un volante enmohecido del circo Sarrasani, obviamente me lo llevo para mi museo, algo querrá significar.
Apelando a la imaginación, cosa que me propuse no hacer hoy, visualizo el escenario presidiendo la velada, y en su entorno, cien mesas circulares vestidas con mantel blanco y riguroso centro de mesa de velas flotantes.
Al este, la gran terraza para el disfrute del aire fresco en verano y del tabaco negro en invierno. Al oeste, un balcón de diez metros con columnas y vitró multicolor, al mejor estilo Casa de Gobierno.
A regañadientes comienzo el descenso; un fuerte aroma dulce llega desde un lugar de tantos, por algún motivo arcano me hace lagrimear. Lástima que solo yo lo huelo.
(*) Para contactar al autor: [email protected]
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